Garragélida - Capítulo 4: Estigma

Story by Rukj on SoFurry

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#4 of Garragélida

¡Hola! Éste es el cuarto capítulo de "Garragélida". Como un amigo dijo, "no es para lectores de corazón débil".

Sin embargo, espero que os guste y, ¡gracias por leer!


En cuanto Zèon traspasó las puertas que llevaban al comedor, se encontró con que unos cuantos kane y fehlar, demasiado cohibidos como para intervenir, permanecían atemorizados formando un corrillo en torno a lo que parecía una trifulca. Desesperado, el zorro ártico avanzó entre ellos apartándolos a ambos lados, sin importarle en ese momento que repararan en su presencia.

En cuanto llegó a la primera fila, se encontró con un espectáculo peor del que había imaginado.

-¡Devuélvemela! -exclamaba Koi, con un torrente de lágrimas manando de sus ojos -. ¡No es tuya! ¡No tienes derecho a leerla así!

Sus pequeñas zarpas se alargaban, temblorosas, hacia un arrugado trozo de papel que alguien sostenía en lo alto, por encima de su cabeza. Zèon recordó que Koi estaba escribiendo una carta a su madre y ató cabos rápidamente, sintiendo como su sangre hervía de ira una vez hubo comprendido lo que estaba sucediendo allí.

El que sostenía la carta en lo alto era Camus.

-¿Que no tengo derecho? Deslenguado chucho del tres al cuarto, ¿quién te crees que eres para decidir si tengo derecho o no? -preguntó el hombre, con una desagradable sonrisa en su cara. Sus dedos torcidos se cerraban con fuerza en torno al trozo de papel, como si fuera un trofeo -. El que no tiene derecho a quejarte eres tú. ¡Has agredido al Comisario del Orden y mereces ser castigado por ello!

-¡No! -exclamó Koi, entre sollozos -. ¡No miraba por dónde iba! ¡Lo siento...!

-De lo que menos deberías preocuparte en este momento es de este trozo de papel -le aseguró Camus, amenazador -. Además, ¿por qué se supone que es tan importante? Veamos... -fijó su vista en la carta, como si le costara mucho esfuerzo leer -. "Querida... mamá. Estas vacaciones... están siendo geniales".

El hombre hizo una pausa y, a continuación, dejó escapar una ronca carcajada. Koi continuaba en su sitio, hecho un mar de lágrimas, sin saber qué hacer ni decir para evitar aquella situación.

-¿Vacaciones? -repitió Camus, burlonamente -. Los hay que ven el vaso medio lleno. ¿Y para qué te molestas en escribir una carta a tu madre, de todas formas? ¡No va a salir de aquí y, además, apuesto a que está tan muerta como tú cuando acabe contigo!

Había pocos momentos en los que Zèon no analizaba las cosas con una mentalidad crítica, en los que simplemente se dejaba llevar por los impulsos y actuaba.

Aquel fue uno de aquellos momentos.

Antes de que pudiera siquiera pensar en lo que hacía, ya se había aproximado rápidamente a la escena y su zarpa se dirigía rápidamente hacia la cara de Camus, trazando una parábola en el aire.

El humano dejó escapar un terrorífio grito de dolor cuando las garras atravesaron su rostro, dejando un rastro de sangre a su paso. Un murmullo sorprendido se elevó en el círculo de kane y fehlar, trayendo a Zèon de vuelta a la realidad. Mientras Camus se cubría la cara con sus manos, el zorro ártico trató de recobrar la cordura y analizar lo que acababa de hacer. Un súbito temor le sacudió cuando comprendió el verdadero alcance de aquel zarpazo.

-¡Hijo de perra! -exclamaba el hombre en aquel momento, retorciéndose de dolor -. ¡Hijo de...!

-Koi, detrás de mí -murmuró Zèon, temblando (no sabía si de ira o de miedo), mientras empujaba suavemente al pequeño husky para que se colocara a sus espaldas.

-Pero...

-¡He dicho que detrás de mí!

Al cabo de unos segundos, el zorro notó un movimiento detrás de él y supo que Luca había llegado justo en el momento oportuno. Esperaba que se llevara a Koi lejos de allí, a tiempo de evitar que Camus descargara su ira injustificada sobre él. Mientras tanto, trató de buscar una forma de solucionar lo que acababa de hacer, aunque sabía en realidad que no había ninguna.

¡Acababa de agredir a un guarda de la Caja! Que Zèon supiera, era el primero en haber hecho algo semejante, y el castigo al que se le sometería simplemente rebasaba los límites de su imaginación. Nadie se había atrevido nunca a poner una zarpa sobre aquellos hombres uniformados que patrullaban de un lugar a otro de la Caja. En silencio, y tratando de mantener la calma con ciertas dificultades, el zorro vio cómo poco a poco Camus se iba recomponiendo, hasta que el hombre alzó la cabeza y le dirigió una mirada cargada de odio, con el único ojo que no estaba encharcado en sangre.

-Te mataré -masculló, y su rostro destrozado transmitió tal rencor que Zèon le creyó -. ¡¡Te mataré!!

Y se dipuso a lanzarse sobre el zorro ártico.

-¡Camus! -exclamó entonces una poderosa voz en mitad de la sala -. ¡Ya es suficiente!

El hombre se detuvo en el sitio, desconcertado, hasta que comprendió a quién pertenecía la voz y se giró, a duras penas. Zèon también dirigió una mirada de curiosidad hacia el otro lado del salón, junto con el resto de kane y fehlar. Las puertas de cristal estaban abiertas y, desde ellas, Sophia observaba la escena con expresión gélida.

-¡So... Sophia! -bramó Camus, al reconocerla -. ¡Este maldito animal ha...!

-¿No me entiendes cuando te hablo, Camus? -le interrumpió la mujer, severamente -. He dicho que ya es suficiente. Entrégame el látigo y deja que me encargue yo de la situación.

-¡Pero acaba de atacarme! ¡Tú lo has visto! -gritó de nuevo Camus, indignado.

La mirada de Sophia se endureció.

-¡Por supuesto que lo he visto! De la misma forma que he visto cómo has sido tú el que ha comenzado abusando de Canis K. Deberías haber sabido que esto era lo único que podía ocurrirte si te pasabas de la raya.

-¡Pero mi cara...!

-Oh, ¿de qué te quejas? -exclamó Sophia, exasperada -. No podía empeorar. Lagopus Z prácticamente te ha hecho un favor. Ahora, déjame a mí tomar el control de esta situación y ve a que te miren la cara antes de que se te infecte, o algo peor.

El hombre apretó los puños, con furia. Durante unos segundos, Zèon pensó que iba a desoir las indicaciones de la mujer y que se lanzaría sobre él para retorcerle el cuello. Sin embargo, la autoridad de Sophia terminó imponiéndose y el hombre, tras dirigir una última mirada furibunda al zorro, comenzó a caminar a grandes zancadas hacia la puerta de cristal. Pasó al lado de Sophia sin ni tan siquiera mirarla y sólo se detuvo cuando ésta dijo, con un tono que no admitía réplica:

-Camus. El látigo.

El hombre se deshizo del látigo a regañadientes y finalmente abandonó la sala.

Fue en ese momento en el que Zèon fue por primera vez consciente de lo que acababa de ocurrir. A su alrededor, los demás residentes le dirigían miradas que mezclaban el temor con la admiración: sí, se había librado del castigo de Camus, pero Sophia se había presentado en el comedor por primera vez desde que la conocían y sería ella la encargada de castigarle. ¿Qué quería decir aquello?

Zèon quería pensar que había tenido suerte: después de todo, no podía evitar sentir cierta simpatía hacia la mujer después de oir como se había dirigido a Camus. Sin embargo, el gesto serio de la mujer y la mirada calculadora con la que le atravesaba desde detrás de sus gafas no le inspiraba precisamente confianza.

-Me has decepcionado, Lagopus Z -comenzó diciendo ella, mientras se acercaba lentamente al círculo de kane y fehlar, que retrocedió instintivamente -. Te tenía por alguien más inteligente, menos impulsivo. Estoy segura de que sabrás que lo que has hecho no ha sido ni remotamente una buena idea, ¿verdad?

Zèon tardó unos segundos en responder. No estaba seguro de si Sophia realmente quería que le contestara. Pero, cuando abrió la boca, ella le interrumpió:

-Lo sé, querías defender a Canis K. Un bonito ejercicio de amor fraternal entre hermanos cánidos, supongo. -Sophia hizo una pausa -. Me es indiferente. En cualquier caso, pensaba que eras capaz de tomar mejores decisiones, de razonar mejor. Está claro que me equivoqué.

La mujer se detuvo enfrente de él y Zèon se estremeció de miedo. No sabía el qué, pero había algo en la mirada de Sophia que le hacía sentir como si pudiera saber exactamente en qué estaba pensando.

-Acción, reacción. Lagopus Z, ¿puedes decirme qué significa eso?

El zorro no las tenía todas consigo.

-Significa... -comenzó, pero carraspeó al notar que tenía la boca terriblemente seca -. Significa que cualquier movimiento o proceso siempre tiene sus consecuencias.

-Consecuencias -asintió Sophia, satisfecha -. Exactamente. Ahora, desnúdate.

Zèon parpadeó un par de veces, con la esperanza de haber oído mal.

-¿Perdón? -preguntó, tímidamente.

-Me has oído muy bien, Lagopus Z. He dicho que te desnudes.

Un silencio pesado cayó sobre el comedor. El zorro ártico estaba seguro de que ahora había mucha más gente que cuando él había llegado hasta allí corriendo; probablemente, alertados por los sonidos del altercado, todos los kane y fehlar del edificio estuvieran ahora a sus espaldas.

-Pero... -musitó, tragando saliva.

-¿Es que hay algún problema?

<<Lo sabe>> pensó Zèon, estremeciéndose de terror <<Conoce mi secreto>>. Nunca ningún kane o fehlar había tenido que desnudarse a la hora de recibir su castigo. Se entendía que los latigazos ya eran lo suficientemente humillantes y dolorosos como para añadir además una exposición pública tan drástica.

Pero había un brillo astuto en la mirada de Sophia, un brillo que escondía una sonrisa; una sonrisa que escondía conocimiento. Sí, aquella mujer sabía que nada haría tanto daño a Zèon como obligarle a desnudarse, y precisamente por eso estaba haciendo aquello. Algo en la mente del zorro ártico se resistió a la idea de caer en aquella trampa envenenada.

-Sabes... que no puedo hacerlo -balbuceó, nervioso. Su voz sonó mucho menos segura y más asustada de lo que a él le habría gustado.

Sophia asintió lentamente. Parecía a punto de sonreír.

-Oh, sí. Ya lo creo que puedes. Si no lo haces tú, te la quitaré a latigazos. Y la lógica me dice que es poco probable que sigas vivo después de eso.

Zèon se estremeció al recordar la insoportable descarga de aquel látigo eléctrico. En aquel instante, fue dolorosamente consciente de su debilidad, del miedo que le atenazaba y de su condición de prisionero. Detrás de él, la gente aguardaba expectante a que sucediera algo. No entendían aún por qué Sophia le había pedido que se desnudara, pero lo harían en cuanto vieran...

Zèon sacudió la cabeza, temblando. Aquella situación ya la había vivido demasiadas veces: no tenía derecho a replicar, no tenía derecho a desobedecer órdenes. Si quería vivir, tenía que hacer lo que le decían.

-Estoy esperando -insistió Sophia.

Finalmente, accedió.

Lentamente, el zorro comenzó a quitarse la camiseta gris del uniforme que llevaban todos en la Caja. En cuanto lo hizo, notó el frío aire de aquella sala morder su piel como si la presencia de Sophia hubiera desencadenado un invierno en ella. Sentía su corazón latir a mil por hora y tenía la sensación de estar mareándose. El mundo, al menos, se había vuelto un lugar confuso: ya no estaba seguro de si el tiempo se había detenido o avanzaba a doble velocidad.

Tenía tanto miedo que habría preferido enfrentarse a la ira desenfrenada de Camus.

-Muy bien -le llegó en aquel momento la voz de Sophia -. Ya sólo queda la parte de abajo.

-No... -gimió Zèon, suplicante. Pero la mirada de la mujer no admitía réplica.

Sentía como si sus zarpas fueran tan pesadas como el plomo, pero se las apañó para aproximarlas a su cinturón y desabrocharlo, lentamente. Cayó al suelo con un ruido metálico que resonó en mitad de aquel silencio sepulcral, y entonces Zèon llevó sus zarpas al pantalón del uniforme, tragando saliva de nuevo.

Fue lo más difícil que había hecho en su vida.

Cuando el pantalón cayó al suelo por su propio peso y un murmullo escandalizado se alzó en la sala al ver lo que Zèon tanto había tratado de esconder, el zorro supo que ya no había marcha atrás, ni la habría nunca.

En la parte derecha de su cintura había una marca; o mejor dicho, un símbolo grabado sobre su piel. Quizá Sophia no supiera lo que significaba, pero cualquier fehlar habría podido entender fácilmente qué implicaba. Incluso los kane podrían haber intuido algo. Y aquella condenada mujer lo sabía.

-¿Algún problema? -preguntó Sophia, dirigiéndose a los espectadores. Al no obtener respuesta, se dirigió al zorro desnudo que tenía enfrente -. Al suelo, Lagopus Z.

Zèon sentía que estaba a punto de derrumbarse él solo, de modo que no tardó demasiado en dejarse caer al suelo, tratando de reprimir las ganas de llorar. Escuchó el débil zumbido eléctrico del látigo y vio su brillo azulado resplandeciendo en los ojos de los kane y fehlar que contemplaban la escena con temor.

-Hay una frágil barrera entre el heroismo y la estupidez -sentenció entonces Sophia, elevando el tono de voz -. En este lugar, cualquiera de las dos tiene la misma consecuencia: castigo.

El látigo vibró en el aire y de repente Zèòn notó la sacudida en su espalda. Un grito de dolor desgarró su garganta mientras se retorcía en el suelo, indefenso. La sacudida no sólo golpeaba en la espalda sino que también se repartía por todo su cuerpo, generando un doloroso espasmo casi inmediato. Tratando de contener las ganas de levantarse y huir de allí (Zèon sabía que sería mucho peor si lo intentaba), el zorro apretó los dientes y enroscó su cola en torno a su cintura para impedir que los demás vieran la marca que había debajo. Sabía que a aquellas alturas no servía de nada, pero casi era un acto reflejo.

-La única posibilidad que os queda aquí, el único camino que se os permite seguir es la obediencia -continuó Sophia, imperturbable -. Apartarse del camino supone ser castigado.

Otro nuevo latigazo.

Esta vez, Zèon no pudo evitarlo y cayó de bruces al suelo. Lágrimas de dolor habían comenzado a brotar de sus ojos y su cuerpo temblaba violentamente, ya no sabía si por la vergüenza, el miedo, la ira o el dolor. Vergüenza, por estar siendo humillado públicamente de aquella manera y por haber sido obligado a descubrir su secreto. Miedo, porque no sabía cuantos latigazos más podría aguantar antes de perder la consciencia. Ira, porque tenía demasiado orgullo como para soportar que alguien le hiciera atravesar aquello. Y en cuanto al dolor...

-Sólo yo decido aquí quién está obrando bien y quién lo está haciendo mal -añadió Sophia. Sus pasos podían oirse mientras caminaba lentamente alrededor del cuerpo de Zèon, con el látigo oscilando en el aire -. Si Camus se pasa de la raya... -otro nuevo latigazo hizo que el zorro gritara de dolor, retorciéndose en el suelo -... soy yo la única que tiene el derecho y el deber de reprenderle.

Zèon sentía aquel terrible dolor eléctrico sacudiendo cada uno de los miembros de su cuerpo, fluctuando de arriba abajo y causándole una horrible agonía. Cada latigazo intensificaba el dolor con respecto del anterior, como si dejara una terrible carga en las entrañas de su víctima; una carga que explotaba al contacto del siguiente azote. Además, una extraña parálisis se había apoderado de cada uno de sus miembros y era incapaz de moverse, ni tan siquiera para suplicar. Tres latigazos era la media que recibía cada residente cada vez que se incumplían las normas; normalmente, el que había sido castigado era incapaz de levantarse por su propio pie, si aún conservaba la conciencia, y debía ser llevado a su habitación por los demás.

-De modo que no os esforcéis en ser héroes -concluyó la mujer, con un tinte de desprecio en su voz -. No merece la pena. Pero no sólo aquí. En ningún sitio.

Y dicho esto, el látigo volvió a vibrar en el aire y restalló contra la espalda de Zèon. El zorro se sacudió en el suelo e iba a aullar de dolor cuando otro latigazo recayó sobre él con fuerza, haciendo que se tragara su propio grito y la convulsión se multiplicara por diez. <<Por favor, no>> pensó, aterrorizado <<Por favor, que no haya otro>>. Sin embargo, no había terminado de pensar esto cuando una nueva descarga le recorrió desde la punta de los pies hasta el hocico, el dolor creció hasta colarse en las más pequeñas rendijas de sus pensamientos y su mente se apagó como la llama de una vela.

Sin embargo, ni siquiera en la profundidad de su inconsciencia pudo descansar tranquilo: el dolor seguía ahí, atormentándole, incluso cuando creía que ya no podía sentir nada porque había conseguido escapar de su propio cuerpo, o incluso de su propia mente. Respirar dolía, las sombras a su alrededor dolían; todo dolía, incluso sentir dolor.

Mientras se hundía en aquella espiral eterna de dolor e inconsciencia, Zèon se encontró con un recuerdo y se aferró a él, como si fuera un salvavidas en medio de aquella sombría tormenta. A oscuras, lo leyó: era el recuerdo de aquel fatídico día en el que, tras la muerte de todos sus familiares y conocidos, aquel tigre se había acercado a él y le había prometido una vida con aquella sonrisa envenenada. El día en que había sido marcado, para siempre.

Zèon lo recordaba con tanta nitidez como si fuera una pesadilla: incluso en mitad de aquella oscura vorágine, parecía perseguirle allá donde fuera.

Estaba en la entrada de una tienda de campaña. Fuera había comenzado a atardecer, y el sol poniente alumbraba el interior de la tienda manteniéndola en una suave penumbra, de tonos rojizos y agradables. Olía a sudor, a animal y a encerramiento; por aquel entonces, para Zèon aquel era el olor que tienen las habitaciones de los mayores cuando llevan mucho tiempo sin airear. Sin embargo, en el estado en que se encontraba en aquel momento, el pequeño zorro ártico era incapaz de relacionarlo con aquello. Simplemente estaba allí, miraba sin ver, olía sin relacionar e incluso oía sin escuchar.

El tigre que apenas unos minutos antes había decidido que merecía la pena salvarle la vida se encontraba de espaldas a él, al fondo de la tienda. En aquel momento, se estaba quitando su coraza de hierro, dejando al descubierto su enorme cuerpo de adulto. Zèon no sabía que hacer ni decir; sabía que el tigre le estaba hablando, pero era incapaz de entender nada. La situación seguía estando más allá de su alcance.

-Pero mírate -fueron las primeras palabras del tigre que fue capaz de entender -, tan cubierto de sangre y tan callado. Apuesto a que hoy has tenido que pasar por un infierno tú solo, ¿verdad, cachorro?

Algo en aquellas palabras accionó un mecanismo oculto en el interior de Zèon. Rompió a llorar violentamente, como si alguien hubiera abierto las compuertas de sus lágrimas, y se dejó caer de nuevo al suelo sin poder dejar de sollozar. Nunca le había faltado compañía en palacio, y ahora no podía evitar sentirse solo, terriblemente solo y perdido. Era como si, de repente, la burbuja que le separaba del mundo exterior se hubiera roto para siempre, demostrando que hasta aquel momento había estado soñando.

-Oh, vamos -trató de consolarle el tigre, acercándose a él para, a continuación, darle un fuerte abrazo -, no debes pensar en ello, cachorro. Todo eso es el pasado. Nunca volverá.

<<Por supuesto que no>> había pensado Zèon, sollozante, entre los brazos de aquel enorme fehlar que olía a sudor y sangre. Nunca más volvería a ver a su madre, ni a su padre, ni a ninguno de los criados de su castillo, ni a sus profesores. Nunca volvería a tener nada de lo que había tenido, ni podría volver a vivir entre los suyos en el palacio de Tundranorte.

Todo se había ido, para siempre.

-Ssshhh... -había tratado de calmarle el tigre, acunándole entre sus brazos. Había algo extraño en su voz, pensaba Zèon, pero en aquel momento estaba más preocupado por su propia desgracia, por aquello que ya jamás volvería, que por el tono de aquel fehlar -. No pasa nada, cachorro. No pasa nada.

Sin embargo, con aquellas últimas palabras aquella extraña sombra en sus palabras se hizo dificil de ignorar. Zèon alzó la cabeza, confuso, y miró de nuevo al tigre a través de un velo de lágrimas. No comprendía el qué, pero había algo que estaba muy mal en la mirada de aquel fehlar. Una especie de brillo fogoso que ardía en lo más profundo de su mirada, que parecía querer quemarle por dentro.

-¿Qué...? -titubeó, sin saber qué más decir. Su propia voz le sonó extraña.

-No necesitas preocuparte de nada -continuó el tigre, con suavidad. Su voz, a pesar de ser profunda y poderosa, tenía aquel aterciopelado ronroneo que caracterizaba a los de su raza -. Estás aquí, estás conmigo y no voy a dejar que te suceda nada malo.

Aquello parecía bueno, pero... ¿por qué Zèon no podía evitar sentirse como si algo terrible estuviera a punto de suceder? ¿Por qué tenía el horrible presentimiento de que aquel fehlar no estaba diciendo la verdad?

En ese momento, una de las grandes zarpas del tigre comenzó a acariciar su cabeza suavemente. Tenía unas zarpas almohadilladas y suaves, muy agradables al tacto, cuya caricia en cualquier otro momento probablemente hubiera relajado a Zèon, pero en aquel momento, simplemente no podía.

-Voy a cuidar de ti -escuchó entonces la voz del fehlar junto a su oído -. Vas a ser un buen cachorrito y dejar que papi Khun te cuide, ¿verdad?

En ese instante, Zèon comprendió lo que estaba pasando.

-No -musitó, aterrorizado -. No, no, no, no...

Intentó zafarse del abrazo del tigre, pero este era mucho más fuerte que él y lo atrajo con fuerza hacia él, obligándole a hundir la cabeza en su pecho desnudo. Zèon sintió que aquel hedor a hombre y sudor le envenenaba y siguió tratando de escapar débilmente, demasiado cansado como para hacer un esfuerzo mayor.

-Ssshhhh -repitió el tigre, mientras le acariciaba la cabeza, ahora con algo más de fuerza -. Es lo mejor para ti, ¿sabes? A papi Khun le gusta cuidar de los niños desgraciados, y seguro que se le ocurre alguna forma de hacerte muy feliz...

-No, por favor, no...

-Después de todo, eres tan pequeñito y débil. -Las zarpas del tigre se deslizaron por el indefenso cuerpo de Zèon, tanteando cada uno de sus contornos con una intensidad excesiva, casi violenta -. Tan inocente y tierno. Tan... frágil...

Las palabras del tigre se interrumpieron mientras dejaba escapar un jadeo. Entonces, Zèon notó algo áspero y húmedo deslizándose por su oreja izquierda y dejó escapar un gemido de asco, mientras trataba de alejarse, en vano. Sabía que aquel fehlar acababa de lamerle, pero simplemente era incapaz de resistirse; no porque no quisiera, sino porque físicamente estaba atrapado y lo sabía.

Jamás debería haber confiado en aquellas palabras aterciopeladas.

-No... -rogó de nuevo, esperando que el miedo de sus palabras ablandara el corazón del otro.

No lo consiguió.

Apenas unos segundos más tarde, el enorme cuerpo del tigre estaba sobre él; su torso desnudo asfixiando su cuerpo, sus zarpas hambrientas desnudándole rápidamente. Zèon habría llorado, pero se le habían secado las lágrimas. Habría gritado, pero sabía que no tenía sentido hacerlo. Sólo podía continuar diciendo que no, una y otra vez, como si aquello fuera a bastar para detener aquella pesadilla, o para hacer que transcurriera más deprisa. Desgraciadamente, no ayudó a ninguna de las dos cosas.

Muchas cosas se perdieron aquella noche. Cuando todo acabó, Zèon tenía la sensación de haber sido invadido. Él ya no era él, ni su cuerpo era su cuerpo. Los contornos de aquellos dos conceptos parecían haberse roto a base de empujones; habían muerto bajo el aliento lascivo de aquel tigre, bajo su cuerpo opresor.

A la mañana siguiente, llevaron a Zèon a los restos de la forja que antaño había existido en aquel pueblo recién invadido. Le hicieron caminar con los ojos vendados y, poco después de ordenarle que se detuviera, le colocaron un pañuelo en la boca, ordenándole que lo mordiera.

La quemadura, aquel insignificante momento de sufrimiento, fue lo de menos. Zèon gritó como nunca lo había hecho hasta entonces y sus gritos fueron ahogados por el pañuelo, derramó lágrimas de dolor y estuvo a punto de patalear cuando sintió sobre la carne de su cintura algo que laceraba, algo que consumía lentamente su piel. No duró más que unos segundos, pero se le hicieron una eternidad. Fue entonces, cuando le quitaron la venda de los ojos, cuando comprendió que lo que realmente duraría una eternidad era lo que aquella quemadura había provocado.

Un hierro candente descansaba aún contra la forja y un lince anciano le observaba con una sonrisa torcida, sin un ápice de compasión en sus ojos rasgados. En la cintura de Zèon había ahora un símbolo que hasta entonces jamás había visto, pero que le perseguiría para siempre. Se trataba de un triángulo helicoidal; sus lados nunca llegaban a cerrarse sino que se dirigían a su interior, como si se tratara de una espiral triangular.

-¿Ves eso? -le había preguntado el lince, como si acaso fuera posible no verlo -. Ese símbolo quiere decir que, de ahora en adelante, perteneces a cualquier fehlar que quiera poseerte. Cada vez que te vean, los fehlar sabrán que pueden usarte a su gusto. Serás el objeto de placer de cualquiera al que agrades.

>>Considérate afortunado, escoria kane. Podrías estar muerto.

El recuerdo de aquella voz cargada de crueldad y de lo que había sucedido en la noche anterior se desvaneció en la mente de Zèon mientras la inconsciencia y el dolor volvían a tomar su lugar. Fue entonces cuando un débil pensamiento asaltó la mente de Zèon, algo que hasta aquel momento jamás había sido capaz de cuestionarse.

Era el pensamiento que se preguntaba que ocurriría si en aquel momento simplemente se muriera. ¿Dejaría de sentir dolor para no sentir nada más o los retazos errantes de su mente serían atormentados para siempre jamás por aquel último recuerdo? ¿Llegaría a algún lugar mejor, lejos de aquella terrible Caja, lejos de aquella prisión... lejos de aquel mundo, que desde tiempo atrás tan mal le había tratado?

Sólo una vez se había sentido prácticamente muerto. La noche en la que aquello había sucedido, cuando el tigre se había tumbado a su lado, satisfecho, y lo había abrazado posesivamente susurrándole al oído lo buen cachorro que era y lo muy feliz que le había hecho. Zèon no había reaccionado: había permanecido toda la noche con los ojos abiertos, sin conciliar el sueño; incapaz de vivir, pero también de morir.

En ese momento, Zèon tuvo una revelación: no le importaba marcharse. El mundo no tenía nada que darle o, si lo tenía, jamás lo había demostrado. Siempre había recibido regalos envenenados, como aquel fatídico día en el que había sido marcado por alguien que le había prometido la vida y a cambio le había concedido una media existencia de objeto. Zèon se desprendió de aquel recuerdo, de aquel pensamiento; se desprendió de todo lo que podía haberse desprendido y se dejó caer en aquel mar turbulento, hundiéndose cada vez más. No le importaba morir. No...

...pero no podía marcharse y dejar solo a Koi, se dijo, ni a Luca. Casi podía escuchar sus voces, al otro lado, tratando de llevarle de vuelta...

-... lo han destrozado. No puedo creer que le hayan hecho algo así. Es simplemente terrorífico. ¿Habéis visto cómo tiene la espalda?

-¿Se va a poner bien? Porfa, Luca, dime que se va a poner bien...

-No lo sé, pequeño. Haremos todo lo que podamos.

-... es más valiente de lo que pensaba. Es admirable que se atreviera a defender al pequeño husky delante de ese matón. El zarpazo que le ha dejado en la cara no se le irá fácilmente.

-Koi, por favor, trae más paños con agua.

-¡Voy!

-¿Hay algo más en lo que pueda ayudar?

-No, Shiba... está bien. Tan sólo intenta que nadie más entre aquí, por favor.

-Por favor, Zèon, despierta... tienes que despertar... no puedes dejarme solo ahora, amigo...

Fue entonces cuando Zèon sintió que volvía a estar en su cuerpo, lejos de la marea negra que había estado a punto de engullirle. Quiso abrir los ojos, pero lo primero que su cuerpo hizo fue dejar escapar un estremecedor grito de sufrimiento, ya que junto con la realidad, el dolor había regresado con fuerza duplicada.

Aquel grito desencadenó cierto movimiento a su alrededor y Zèon, aunque fuera incapaz de verlo, pudo percibir como alguien colocaba paños húmedos en su frente y bajo su espalda, levantándole con cuidado.

-Zèon -escuchó entonces la voz de Luca, llamándole -. Zèon, intenta hablarme, por favor. Zèon, no te vayas otra vez...

Con un esfuerzo sobrehumano, el zorro ártico logró abrir los ojos. Se encontró con la profunda mirada de los ojos rojizos de Luca, con aquel rostro lupino enmarcado por un pelaje gris como la ceniza que tan bien había llegado a conocer durante los últimos años. En medio de tanto dolor, una leve sensación de alivio recorrió su espalda.

-Lu... ca... -pudo decir, aunque notaba su lenga pesada y seca como un trapo.

No había terminado de decir esto cuando irrumpió en un violento ataque de tos, que envió nuevas descargas de dolor por todo su cuerpo.

-Eso es, soy yo -sonrió el lobo, acariciándole la cabeza con suavidad -. Te vas a poner bien, amigo. Tú y yo sabemos que has atravesado momentos peores.

Zèon no sabía si darle la razón o no, pero no podía negar que la presencia de Luca a su lado en un momento como aquel era como un bálsamo para sus heridas. Dirigió una mirada cansada a su alrededor y descubrió que estaba en su habitación, recostado sobre la cama de Koi, ya que subirle a la suya propia habría supuesto un gran esfuerzo. Los recuerdos de lo que había sucedido en el comedor iban regresando lentamente a su cabeza, como si hubiera ocurrido muchos años atrás, y con cada uno de ellos, iba reviviendo el miedo, la vergüenza y la ira que había sentido con los latigazos.

No estaba solo en la habitación. Ike contemplaba la escena con preocupación y Shiba, la tigresa que parecía seguirle a todas partes como una guardaespaldas, también tenía su mirada imperturbable fija en él. Koi estaba al pie de la cama, apoyado contra la escalera que llevaba a la cama de arriba. Tenía los ojos llorosos y parecía terriblemente asustado. El humano recién llegado observaba la escena desde su cama, con más miedo que otra cosa debido a la presencia de la pequeña multitud de kane y fehlar que se habían congregado en la puerta.

Un escalofrío de vergüenza recorrió la espina dorsal de Zèon.

-Luca... -musitó, a duras penas -. Diles... que... se vayan...

El lobo comprendió inmediatamente.

-Chicos, Zèon quiere estar solo -dijo, girándose hacia el resto. Su mirada aparentaba ser de disculpa, pero un buen observador habría sabido percibir que no iba a permitir que nada ni nadie amenazara la recuperación del zorro ártico.

-Luca... -intervino Ike, con un hilo de voz -. Me siento responsable por esto. Si hay algo que pueda hacer para...

-Que se vaya... -murmuró Zèon, antes de darle tiempo a ofrecerse para cualquier tontería -. Que se vayan todos... Por favor... dejadme solo.

Sus palabras parecieron hacer efecto y apenas unos segundos más tarde, la habitación estaba vacía. Zèon aún pudo ver la mirada de culpabilidad que le dirigió Ike desde la puerta. Parecía sentirse realmente afectado por aquello, aunque en aquel momento Zèon no se sentía con fuerzas de razonar por qué.

Todos habían descubierto lo que era.

Ahora, todos los fehlar de la Caja sabían que una vez había sido un esclavo sexual, el eslabón más bajo de las clases más bajas, poco menos que basura social. No pasaría mucho antes de que los kane supieran lo que significaba aquel símbolo y empezaran a comprender por qué siempre había tratado de mantenerlo oculto. Después de casi un año duchándose en secreto y guardando su intimidad, había bastado un segundo para destruirlo todo.

-Eh -escuchó entonces la suave voz de Luca, que le había cogido de una zarpa y se la apretaba con suavidad -. No llores, ¿vale? Voy a asegurarme de que te pongas bien.

Fue entonces cuando Zèon se dio cuenta de que, efectivamente, tenía lágrimas en los ojos.

-Pe... pero... -musitó, haciendo un gran esfuerzo para hablar, con un nudo en la garganta -. Lo han visto, Luca... Saben lo que fui... saben que...

-Tranquilo -le interrumpió el lobo, masajeando suavemente su zarpa -. No pasa nada. Si alguien dice algo sobre el tema, te juro que le haré tragarse sus palabras. Nadie va a herirte más, Zèon. Nadie. Y quien se atreva a hacerlo, tendrá que pasar por encima de mí -añadió, con tono amenazante.

El zorro ártico no pudo evitarlo y rompió a llorar silenciosamente, sin importarle que Koi y aquel humano desconocido estuvieran mirando.

Luca estaba a su lado y eso, en aquellos momentos, era todo lo que podía importarle.