6 bestias - Capítulo 3: El abuelo, la niña, y el príncipe de fuego.

Story by Mastertuki on SoFurry

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#4 of 6 bestias

¡Bienvenido a 6 bestias! Esta historia trata sobre las aventuras de Shinke alrededor del mundo de Terrania. Puedes empezar a leer por el Prólogo haciendo clic en la barra de la izquierda. Para leer, recomiendo hacer clic en "Fixed width" a la derecha. Y si quieres más información, revisa mi apartado de Artwork. ¡Feliz lectura!


Yuala observó con cuidado la criatura que residía encima de toda esa cantidad inhumana de tesoros, de objetos, de joyas... Había de todo: Desde ropajes, hasta cubiertos. Cuadros, fotografías, prácticamente era todo lo contrario que se le exigía en su religión: Deshacerse de los bienes materiales para alcanzar la iluminación.

Pero lo que más le sorprendía no era todo aquello, si no lo que había ahí. En medio, se encontraba una criatura prodigiosa. Era un dragón verde, de escamas pequeñas pero brillantes. Disponía de dos cuernos que nacían en su frente y retrocedía a modo de ramas marrones, y un morro largo del que salía humo de vez en cuando. En la espalda, tenía dos pequeñas alas con las que se cubría, y al final, una cola enorme que iba meciendo al compás de su respiración. Disponía de cuatro patas que tenía cubiertas por su pequeño cuerpo, que no debía de hacer más de un metro cincuenta de largo.

El pequeño le miraba con muchísima atención. Parecía sorprendido también de haberlo visto. Tal vez, incluso, no conocía a muchos humanos. Antes de seguir avanzando, Yuala observó a su alrededor indicios de más criaturas como aquella: Por las marcas en las paredes, y el agujero en el techo por el que se filtraba la luz lunar, podía deducir que tal vez había otra como ella, mucho más grande. Aquello era de leyenda, pero estaba ahí, delante suyo, no soñaba.

Avanzó un par de pasos y el pequeño, escurridizo como un reptil, se escondió entre el tesoro.

Yuala soltó un suspiro. Esa criatura era extraña, pero tenía un encanto en los ojos que le encogía el corazón. Decidido a saber más de ello, el hombre mayor avanzó un poco más, pisando los objetos con las chanclas, y iniciando un poco de escalada. Escuchaba al dragón desplazarse de un lado a otro entre todos los trastos, y el viejo, decidido, se puso a seguir el tintineo. Durante media hora, a la luz de la luna, estuvo así un buen rato, pisando cientos de trastos de metal y parecidos, con miedo a encontrarse a ese paso un cuchillo en el cuello si tenía mala pata de resbalar, hasta que finalmente tocó algo distinto y apartó la mano.

No dudó un segundo en mirar debajo de él. Allá había algo rasposo, y frío. Con la mano, apartó un poco algunas joyas que habían ahí, hasta encontrar lo que parecía ser un montón de escamas de un color verde oscuro. El abuelo apartó un poco más, y entonces vio lo que parecía ser un ojo cerrado. Asustado, y triste, dejó de desenterrar, pero permaneció unos segundos callado y serio. Empezaba a entenderlo todo.

Quizá había hecho mal.

Por respeto, volvió a cubrir ese cuerpo de objetos de nuevo, hasta que ya no se podía ver nada. Tras aquello, decidió bajar de ahí poco a poco, quitándose de la cabeza seguir indagando en el tema. La madre estaba muerta, o el padre, y ese pequeño no iba a sobrevivir en absoluto, así que era mejor hacer que el destino decidiera que iba a ser de su vida y no interceder en el tema. Una vez con los pies en la tierra, miró atrás un momento, y luego se dio media vuelta.

Justo delante suyo, entonces, se encontraba el pequeño. Lo seguía mirando con esos ojos curiosos, y no tardó nada en acercarse al humano y olfatear la larga túnica que llevaba puesta. Yuala se quedó quieto, impasible, dejando que hiciera, y finalmente, el dragón, tras dar unas cuantas vueltas alrededor suyo, se sentó sobre sus cuartos traseros y se lo quedó mirando, como esperando alguna acción por su parte.

Debía dejarlo allí... Pero dios... No tenía madre...

***

-Mira a quién tenemos aquí.

La pequeña Lima alucinaba. Para ser hija de una criada, tenía la buena fortuna de haber sido invitada por el maestro para poder ir a verlo en su dormitorio. Eso era un lujo que no muchos tenían, pero para ella eso era algo más: Iba a ser partícipe de un secreto que duraría años, muchos años.

Lima vivía sola. Su padre había sido enviado a la guerra y su madre había conseguido llegar allí a duras penas. Con una pulmonía, había recorrido cientos de kilómetros para encontrar una cura, pero sólo había visto la muerte y la dureza de tener que dejar a su hija de cuatro años en un templo como aquel. La pequeña había sido acogida, pero al igual que todas las mujeres, como una criada. Sin embargo, Yuala había visto en aquella niña una gran curiosidad y fascinación por las pequeñas cosas. De vez en cuando, a la que veía a Lima sola, aprovechaban el tiempo para salir al patio y jugar mientras se daban un paseo: El viejo señalaba una escultura, y la niña se inventaba una historia que luego el abuelo debía de casar con otra. Poco a poco, se habían ido haciendo amigos y habían forjado entre ellos un mundo de fantasía.

Pero Lima no dejaba de ser una niña.

En el dormitorio, encima de la mesa, había algo cubierto con unas sábanas que subía y bajaba lentamente. Yuala observaba como la chica, asustada, se aproximaba y alzaba la mano para tocarlo. Sin cortarse un pelo, destapó aquello que le estaba señalando, y su rostro fue todo un mapa al ver el interior del embalaje. Era algo que iba a cambiar su vida para siempre.

Yuala observaba sonriendo como la pequeña se quedaba mirando al dragón, y luego aprovechaba para pasar la mano por la espalda, pero con mucho mimo y cuidado. El otro se removió y, inevitablemente, abrió los ojos: Eran como dos esmeraldas rasgadas, y sus párpados se cerraban en vertical en vez de horizontal. La niña lo miró directamente, congelada, esperando alguna reacción del dragón, que se empezaba a alzar un poco y abría el morro para soltar un bostezo, mostrando una hilera enorme de dientes.

-Mhhh... ¿Donde... estoy?

-... Habla... -murmuró la pequeña.

El maestro sonrió, asintiendo levemente con la cabeza. No parecía sorprendido en absoluto, pero si que igualmente estaba al tanto de las reacciones de uno y de otro. El dragón se rascó la parte trasera de su cabeza con la pata de atrás, y luego acercó el morro a la mano de la chica para olfatear.

-Creo que es bastante inteligente. -murmuró el maestro, acercando su mano para que lo olfateara también. -Le he encontrado en una cueva que había aquí debajo, rodeado de tesoros y dormidito. Pensaba que podrías ser amigos... Y podrías cuidarlo. -le contó, mirando a la niña de nuevo. -Pero recuerda. Va a ser nuestro pequeño secreto. ¿Vale?

-Como las historias de los señores del mar que viven entre nosotros.

-Como esas mismas, sí. -luego volvió la vista al dragón, que se había llevado la punta de la cola al morro y había empezado a lamerla. -Tendríamos que darle un nombre... Si es que no tiene ninguno. Pero no parece que lo tenga. Mhh...

-¡Podríamos llamarlo Damaru! -exclamó Lima, contenta.

-Como... ¿La criatura que cuidaba de todo aquello que los demás querían tener? -el viejo se echó un par de risas y asintió con la cabeza. -Bueno, si a él le gusta, no le veo yo el problema...

El dragón, aprovechando que estaban hablando, miró el alrededor. Tenía hambre, y dado que ese no era el sitio en que solía estar, donde su madre solía regresar y le traía comida, decidió incorporarse y mirar que podía llevarse al estómago para satisfacerse. Empezó a olfatear la mesa, y siguió un rastro curioso hasta una pluma, que deshecho de inmediato, al igual que el bote de tinta. Nada de eso tenía valor para él. Avanzó un poco más, y se encontró con un rollo de papel... Vaya, eso olía bien. Ni corto ni perezoso, decidió pegarle un buen mordisco y masticarlo sin problemas.

-¡Ei! -exclamó Lima. -¡Eso es del maestro! ¡No te lo puedes comer!

-¡Jajaja! No te preocupes. -Yuala se encogió de hombros, quitando importancia al asunto. -Que se lo coma. De todas formas, no sabemos cómo se alimentan los dragones, ni que hacen... Pero este habla... Lima, ya se a que vamos a jugar hoy. -observó como la niña ponía los ojos como platos al oír la palabra "jugar" y añadió: -Este no solo va a ser nuestro secreto, si no nuestro juego a partir de ahora. Tenemos que aprender a cuidarlo y a enseñarle que está bien y que está mal... No queremos que haya un dragón por ahí escupiendo fuego y quemando camas, ¿No?

-¡Uy! ¡No, no, no! -soltó la niña, que sin dudar cogió al pequeño y lo abrazó de golpe, dejando al pobre animal sin sustento. -¡Que luego se lo llevarán!

-Bien... Pues de momento, tendrá que quedarse aquí. -le contó. -Pero te dejaré que vengas aquí cuando quieras, siempre que acabes tus tareas, ¿Vale?

El tiempo pasó volando a partir de entonces. El maestro se dedicó a rebuscar entre leyendas de dragones, aunque muchas le servían de nada y menos. Descubrió, por ejemplo, que Damaru se alimentaba principalmente de rollos de papel y que no le sentaba nada mal, así que en ese aspecto, solo debía de ir con cuidado de no dar sospechas por un uso excesivo del mismo. Los días también sirvieron para que el dragón, que inicialmente había dicho sus primeras palabras, fuera hablando cada vez más. El maestro Yuala se dio cuenta de ellos cuando un buen día Lima trajo un cuento que empezó a leer, y finalmente el dragón se puso a su lado para seguir leyendo.

Al cabo de un año, el pequeño dragón ya era bastante grande. Yuala sentía lástima por el mismo porque lo único que conocía aquella criatura eran esas cuatro paredes y de alguna forma tenía que ver mundo. ¿Pero como? No podía soltarlo así como así. Un buen día, decidió bajar de nuevo a la cueva del tesoro. Los objetos continuaban allí, pero la montaña era más baja que cuando llegó. Al mirar, descubrió que el cuerpo que había encontrado había desaparecido, por lo que o realmente estaba vivo, o había sido borrado de la faz de la tierra.

Un buen día, Lima entró con su típica felicidad que la caracterizaba. Damaru, que dormía bajo la luz del sol, no tardó en alzar la cabeza y saltar encima de ella en cuanto la vio para empezar a lamer su rostro. Yuala los observaba jugar, pero no incidía a mucho en el tiempo que la niña conseguía que estuvieran juntos. Ese rato era para ellos dos.

-Ei, Damaru. He aprendido a hacer algo. -le dijo Lima. La niña se incorporó, y le tocó el morro al dragón para indicar que debía estar quieto. Una vez visto que el pequeño le iba a obedecer, la chica se apartó un poco. Hizo un giro leve hacia la izquierda, otro a la derecha, y a continuación, empezó a girar un poco. Yuala observó como Lima se iba moviendo a lado y lado, mostrando a Damaru algo que le habían enseñado: El baile típico de aquel pueblo, el de cultura y costumbres. Al dragón, contrario a lo que se esperaba el otro, parecía interesado, porque no paraba de mover la cabeza de lado a lado.

Una cabeza que poco a poco iba perdiendo los cuernos.

Yuala abrió los ojos de par en par al ver al dragón con la cabeza grande por momentos a medida que sus cuernos iban haciéndose pequeños. Observó como la cresta se reducía, y se convertía en pelo largo, mientras que las zarpas que solía llevar se iban convirtiendo en pies y manos. La cola desapareció, al igual que las alas, y en aquella habitación solo quedó un niño de piel morena y con el pelo rúbio verdoso que miraba atento a la niña.

-¡Y ya está... aaaahhh...! -Lira se quedó unos segundos quieta, mirando a Damaru, y luego estalló en jolclório: Cogió al dragón de las manos, tiró hacia él, y empezó a menearlo de un lado a otro. -¡Mira, Yuala! ¡Damaru es como yo, es como un niño!

El dragón, en cambio, no lo entendía, pero le gustaba si a Lira le gustaba también. Se había convertido en algo parecido a ella, pero con algunas diferencias fisiológicas que Yuala encontraba interesantes: Era un poco más alto, y algo más delgado, pero realmente parecía de la región igualmente. Ese día descubrieron algo importante que cambió la vida de los tres: Que Damaru podía alternar entre una forma y la otra.

Los principios no fueron fáciles. Damaru no conseguía hacerlo por su cuenta, pero con el paso del tiempo, fue entrenando poco a poco hasta que finalmente consiguió controlar sus dos formas y alternar entre ellas. Yuala, durante todo ese tiempo, le había enseñado a leer, pero no tardó en comprobar que, junto con el cambio de forma, venían más sorpresas en el paquete. Damaru era inteligente, tal vez demasiado: Aprendía con mucha facilidad, y pronto aprendió a leer por su cuenta los más de cien pergaminos que tenía en la biblioteca, por ejemplo, o a comer con cubiertos. Esto era, sin embargo, más ayuda de Lima que de nadie más, por el juego de las cocinillas. Al mismo tiempo, decidió enseñar a Lima a usar el telégrafo. En un futuro, le haría uso a esa habilidad, era consciente de ello.

Las otras sorpresas eran igual de impresionantes, pero peligrosas.

Yuala descubrió algo terrible en ese dragón. Pronto, el papel empezó a ser más bien un aperitivo y el incremento de raciones de comida aumentó. Asustado por no saber como alimentarlo bien, decidió buscar otros sustentos que pudieran cubrir su lugar. Encontró buscando en algunos pergaminos la habilidad de los dragones de alimentarse de la luz de la luna, y decidió que ya era hora de dejarle salir de allí.

El primer día no fue fácil. Ambos tenían que aparentar que ese chico lo habían abandonado y que iba para monje. Tras conseguir que lo aceptaran, el abuelo decidió empezar a buscarle una habitación donde quedarse a dormir, una en la que diera la luz toda la noche. Encontraron una estancia vacía, pequeña, pero con ventanas que hacían círculos concentricos.

-Bien... Creo que podrás quedarte a dormir aquí. -murmuró Yuala tras cerrar la puerta detrás de él. -¿Que te parece?

-... No me gusta. -dijo el chico, sentándose en la cama, molesto. Miró al abuelo, y ni corto ni perezoso, volvió a cambiar de forma sin avisar. Con la forma que tenía de crecer, ahora aparentaba un chaval de trece años cuando apenas se habían conocido tres años atrás. -No... Me gusta... ¿No me quieres contigo?

Yuala agachó la cabeza. Genial, lo que le faltaba.

-No es eso, mi pequeño. -el maestro se sentó a su lado, y lo atrajo hacia él un poco. Era curioso como el dragón, en su forma, tenía la costumbre de cubrirlo con un ala, como si intentara proteger el mal mismo. -Pero has crecido... Y tienes que ver mundo... Y en mi habitación no da la luz de la luna.

-No la necesito. -dijo el dragón. -Sólo te necesito a tí... ¿Ya no me quieres?

-¡No digas eso, pedazo de burro! ¡Pues claro que sí! -exclamó Yuala, abrazando al pequeño. -Pero estás creciendo muy deprisa, y yo no se apenas nada de tu raza... No eres humano, Damaru... Pero ojalá pudiera cuidarte tanto como uno.

O como su hijo. Yuala nunca había sentido la necesidad de ser padre. Siempre le había parecido una responsabilidad para la que no estaba preparado, pero Damaru había ido despertando esos sentimientos en él. Improvisar sobre la marcha para procurar su crecimiento correcto era algo que le estaba llevando horrores. Y él era demasiado mayor. Lima crecía a un ritmo distinto. ¿Cuantos años se llevarían de diferencia si seguía a ese paso.

-... ¿Seguirás conmigo? No me gusta estar solo...

-... Haremos una cosa. -el maestro Yuala se separó un poco, y añadió: -Por las mañanas, vas a tener que aprender a ser un monje. No puedes decirle a nadie que realmente eres un dragón. Pero... A Lima sí. -le confesó. -Lima es tu mejor amiga, pero es mucho más pequeña que tú... Quiero que la cuides, ¿Vale? Y tu y yo iremos cuidándonos también... Así, siempre estaremos juntos. ¿Que me dices?

A medida que fue pasando los días, Yuala comprendió que había hecho bien. Damaru podía comer papel como de costumbre, pero lo que más lo alimentaba era la luz de la luna que iluminaba por las noches el cielo, por lo que consiguió sobresalvar ese escollo. Su crecimiento continuaba veloz, pero los otros monjes, tal vez demasiado concentrados en sus temas, no le dieron demasiada importancia. Yuala contaba que al ritmo que iba, en un año, ese niño sería un chaval de dieciséis años.

El asunto, pero, estaba lejos de arreglarse. Todo lo contrario: Al cabo de un tiempo, Yuala tuvo que despertarse por unos continuos golpes en la puerta. Cansado, el hombre no tuvo otro remedio que acercarse para encontrarse a Damaru, llorando, con la cabeza llena de sangre. Asustado, se apresuró a curarlo con todo lo que pudo, a pesar de que sabía de pocas personas que se hubieran salvado por un golpe como ese. El chico le contó que aquella noche había saltado de la ventana. Había intentado alcanzar la luna, pero las alas no había funcionado y había caído colina abajo.

Ese día, Yuala se encontró el más grande los retos: Enseñar a Damaru a volar.

Cada tarde, cogía a Lima y a Damaru, y se los llevaba de paseo. Buscaban los pájaros, y estudiaban su forma de vuelo, su forma de moverse, las corrientes de aire caliente. El maestro les enseñaba a mirar, pero no sabía como podía Damaru aplicar eso a su cuerpo, aunque de algo sí estaba seguro: Ese chico era muy inteligente. Solo tenía que dejar que sus instintos lo guiaran. Una noche, decidió que ya tocaba intentarlo, así que procuró dejar que Damaru lo intentara a su lado. Los resultados eran desastrosos: El dragón no conseguía mantener el vuelo, y pronto se estrellaba. Fueron repitiendo, día tras días, hasta que descubrió la verdadera razón.

-Hoy... Vamos a intentar algo distinto. -Yuala bostezó, pero colocó a Lima encima del dragón, que había pasado de tres metros de largo a casi diez. Damaru le miró y luego volvió la vista a la niña, arqueando una ceja. ¿Con la de veces que se la había pegado, y había metido a la niña en todo eso? Obviamente, Lima, con lo pequeña que era, estaba encantada de apuntarse un tanto, pero... No lo acababa de ver.

-Maestro...

-Vas a volar. -le confesó a Damaru. -Créeme, lo vas a lograr. Ahora quiero que saltes esa pendiente y lo intentes como hasta ahora -en cuanto abrió las alas, Yuala le puso la mano en el cuello. -Pero... Ten en cuenta que ahora hay una niña encima tuyo, y puedes hacer daño.

-¿Y si se baja?

-No... Ella quiere ver las estrellas, y tú también. -le explicó.

Damaru miró al maestro una última vez. Incómodo por la decisión, y con algo de miedo, el dragón se acercó al borde. Esta vez no podía tirarse al vacío como las veces anteriores, si no que debía ir con más cuidado. Lima estaba aferrada a él, pero parecía no querer bajar, confiando en que su compañero no fallaría. Miró hacia abajo... No había mucha distancia, pero Yuala se la había jugado.

Rezando gerónimo, el dragón se dejó caer, las alas bien extendidas.

No supo como, pero por primera vez, pudo notar una corriente de aire caliente. Con la mente puesta en el cuidado de Lima, el dragón decidió seguir su instinto por primera vez y destensó un poco las alas para poder virar en cualquier dirección. La presión que notaba en el cuello por los brazos de la chica poco a poco fue desapareciendo a medida que iban ganando altura, y por unos segundos, miró hacia un lado para poder ver que estaba haciendo Lima.

Tenía los brazos extendidos y una sonrisa de oreja a oreja.

Debajo suyo, el templo se alejaba cada vez más. Podía ver aún a Yuala, que sonreía, desde la piedra en la que se encontraba sentado, y arriba suyo, las estrellas que formaban las constelaciones. Lima se echaba unas risas, pero no se atrevía a abrazarlo de nuevo. Cada vez que se movía, la chica lo hacía con él, y pronto entendió el cómo: Pronto entendió porque Yuala le había sometido a prueba.

El maestro sonrió, y se llevó discretamente un pañuelo a la nariz. En él, pudo ver una enorme mancha de sangre, y supo, que su final estaba cerca.