capítulo 1. Una llamada perdida

Story by kingpanther on SoFurry

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#1 of La puerta de la noche

La puerta de la noche, capítulo 1.


Primer capítulo de la saga: La puerta de la noche. Ésta historia contiene contenido para adultos.

Capítulo 1. Una llamada perdida.

La gente suele hablar sobre el destino a la ligera, ignorando los constantes efectos de la brutal broma cósmica que marca la vida de todas las criaturas sintientes del planeta. Negamos que nosotros mismos estamos sometidos a sus caprichosas leyes, e incluso afirmamos que somos espíritus libres, capaces de decidir sobre nuestros propios actos. Nos sumimos en la más profunda de las depresiones si no nos gustan los caminos por los que nos lleva de la mano, y nos bañamos en las mieles de la felicidad en caso contrario.

Esta es la historia de mi destino. A algunos, les parecerá sorprendente, pero no es más que otra mota de polvo dentro de la inmensidad del universo.

¿Por donde empezar? ¿Cómo explicar el sabor de un glaseado a alguien que no conoce el acto de cocinar? Supongo que todo empezó aquella mañana fría de invierno. Por aquel entonces, yo era un estudiante que caminaba distraído por mis propios pensamientos. sumido en las tareas que iba a realizar durante el día. Andaba entre la lluvia, chapoteaba apresurado el agua con un par de gruesas botas de piel canela. Como todos los jueves, tenía clases a primera hora de la mañana y como todos los días llegaba tarde.

Era una mala costumbre, pero gozaba mucho del sueño. Desde pequeño, disfrutaba de vivencias increíbles mientras descansaba. A veces era un pirata que surcaba el mar libre de cualquier influencia. Otras, un mago en la corte del rey Arturo, o un policía que daba caza a los malos en una ciudad sin ley. Mi imaginación siempre había sido un buen compañero cama, a decir verdad el único. Nunca había tenido una novia. No es que no me gustaran las chicas o que fuera feo, pero jamás fuí lo suficientemente perspicaz como para advertir el sutil lenguaje del romance. Una mirada traviesa, un contacto no fortuito, la sutileza de un piropo... Esas señales eran toda una incógnita para mí.

Las constantes divagaciones de mi mente distraida volvieron a jugarme una mala pasada. El enorme autobús amarillo que solía acercarme al campus, estaba parado cerca del techado de cristal que servía de refugio para los viajeros. Corrí con todas mis fuerzas, pero el vehículo partió sin que pudiera hacer gran cosa. Mis pantalones vaqueros de gruesa tela azul y los calcetines de mis botas, se habían calado debido a la apresurada carrera.

Esperé. Mis piernas se movían impacientemente, debido al nerviosismo. Pasó una hora eterna, hasta que llegué al lugar habitual donde transcurrían mis estudios: la universidad.

Una sensación tremendamente desagradable de sudor frío recorría mi espalda con tanto ajetreo. Quizás por mi aspecto, el profesor de prácticas de laboratorio fué indulgente. Era un hombre pequeño, de avanzada edad para la docencia. Unos setenta y pocos años. Siempre llevaba una bata blanca, incluso cuando nos daba las clases teóricas.

Andaba cogido de la mano de una muleta para evitar su cojera, causada por una tendinitis crónica. De entre todos mis profesores, era sin duda el más estricto.

Que lloviera afuera de las seguras instalaciones del campus, tenía sus ventajas. El profesor, me regaló una de sus miradas sombrías, acompañada de varias quejas. Entre sus riñas me exigió algo más de tiempo, quería que realizara la práctica al completo. Me encojí de hombros. Sabía que no tenía posibilidad de elección, aunque en el fondo, era una de las mejores opciones posibles.

Muchas historias circulaban acerca de este maestro. Contaban como hacía constantemente llorar a las chicas, ridiculizándolas por su ignorancia, y cómo suspendía cruelmente a los alumnos que atrevían a faltar a sus clases. Era un dios de la intolerancia, y su comportamiento me pareció mas bien benevolente. La única conclusión posible, era que se tendría que encontrar de buen humor. Sin duda por alguna causa ajena a mi entender.

Toda una mañana, es poco tiempo para rellenar el complicado glosario donde apuntábamos los resultados de los experimentos físicos. Recuerdo que aquel día apenas hable con mi mejor amiga, Ana, que no paraba de intentar entablar una especie de interrogatorio. Sin embargo, demasiado atareado para su exuberante personalidad, no le presté mucha atención. Tan sólo le dí una ligera explicación del porqué había perdido el autobús. Ajustándose sus pequeñas gafas con una sonrisita, respondió con las típicas bromas acerca de la calidez de mi cama.

Tras varias horas estudiando los fenómenos dinámicos que ofrecían las experiencias propuestas por el maestro, me quedé a solas con él. Ana se despidió con beso en mis mejillas. Llevábamos años conociéndonos, no llegaba a comprender por que siempre se despedía de mi tan formalmente.

Volviendo a mis asuntos, el experimento era tedioso, a decir verdad muy aburrido. Consistía en calcular las fuerzas internas que se originaban en un sistema de objetos que se movían con una velocidad circular variable.. Había que repetirlo en varias ocasiones, mientras se añadían pesos en distintas zonas del cuerpo para cambiar su centro de gravedad.

El profesor, que ya había dirigido cientos de veces la práctica, se aseguró de que su alumno sabía lo que estaba haciendo. Me sometió a un pequeño cuestionario, bombardeándome con preguntas algo rebuscadas. Cuando quedó satisfecho tras unas pequeñas correciones, entró en una sala protegida por una puerta metálica. Un símbolo de color amarillo alertaba sobre las fuertes ondas electromagnéticas y la presencia de radioactividad en la estancia.

Por fin estaba sólo, un merecido alivio en mi ajetreado día.

Terminé la práctica y fuí a avisar al docente. Normalmente teníamos prohibido el traspasar aquella puerta. En un primer vistazo, contemplé boquiabierto el corazón del laboratorio de física. La gran máquina que tenía ante mí, zumbaba tras una mampara de grueso cristal tintado. Recuerdo cierto olor a quemado que inundaba mi nariz, muy parecido al del plástico sobrecalentado. El objetivo global del departamento de física, era estudiar minuciosamente el comportamiento del cuarto estado de la materia: plasma.

El monstruo tecnológico, de mas de diez metros de ancho, tan sólo generaba un fino hilo de unos escasos centímetros de longitud. Los científicos buscaban la panacea de la energía, pero yo sólo podía pensar en la enorme factura de la luz que causaba aquel artefacto.

El catedrático me animó a que me acercase. Estuvo explicándome apasionadamente como funcionaba la máquina. Los objetivos que esperaban conseguir a largo plazo y un sin fin de tecnicismos que parecían no acabar nunca. No se por qué, pero los maestros tienen en la cabeza que todo el mundo tiene los mismos intereses que ellos. Parecía como si el hombre no tuviera a nadie más cualificado para contarle sus cosas, quizás lo hacía por sentirse superior. La verdad era que a mí me importaba poco, tan sólo deseaba marcharme.

En cuanto ví una oportunidad, justo cuando se produjo un silencio en la charla que parecía no acabar nunca, me despedí cordialmente. Recogí mis cosas y volví a casa algo apenado, sabiendo que llegaría tarde. En mi familia, la hora de la comida era algo casi sagrado. Quebrantar tan divina ley siempre traía consecuencias negativas, a pesar de que yo ya tenía veintitres años de edad.

En el camino de vuelta palpé mi bolsillo para recuperar mi teléfono móvil. Por las horas, debería llamar a mi madre, para intentar apaciguarla con cierta actitud responsable. Maldije a la máquina del laboratorio, ese engendro tecnológico había arruinado mi celular por completo. Ya ni siquiera encendía. Mi único consuelo era el saber que la batería no había explotado dentro de mis pantalones vaqueros.

El resto del día transcurrió normalmente, salvo por la estúpida discusión que mantuve con mi mamá. Estaba enfadada, no sólo por las horas, sino por el hecho de que no la había avisado. Intenté explicarle que se había roto mi teléfono, pero ella me hacía ver como un idiota. Me recriminó la forma en la que perdí el celular. Se suponía que estaba en tercero de física y que tenía que ser más cuidadoso, especialmente cuando entraba en contacto con las caras máquinas del laboratorio. ¿Qué hubiera pasado si por accidente se rompiese algo? Parecía mas preocupada por el dinero de una posible reparación, que por mi propia seguridad.

De hecho, me hizo sentir como si yo estuviera obligado a ser un tipo de adivino o algún tipo de genio omnisciente. Mi padre, como siempre, observaba la situación desde la segura distancia de su cómodo sofá, guardando un prudente silencio.

Subí a trompicones las escaleras que conducían a mi cuarto. Por aquel entonces vivía en una bonita casa con jardín, en una barriada periférica de la ciudad. Quizás él único lugar barato en el que se podía adquirir una propiedad tan grande, aunque para mí era todo un fastidio. La mayoría de mis amigos residían en el centro. Suponía una dificultad añadida para quedar con ellos. Si no avisaba con tiempo, algunas horas de antelación, era muy complicado que nos juntásemos, incluso para algo tan sencillo como tomar unas cervezas.

Las circunstancias me quitaron las ganas de hacer cualquier cosa que no fuera relajarme. Todo eran problemas. Dejé el telefono encima de la mesa donde descansaba la pantalla del PC y me dispuse a mirar internet. El tiempo se escurría y el reloj no perdonaba. Tán sólo me di cuenta de las horas, cuando mi madre irrumpió en mi habitación para explicarme una lista infinita de lo que podía cenar. Le tuve que repetir varias veces que no tenía hambre, que quería acostarme temprano. Ella no muy convencida, tardó en comprender que su hijo iba a ser inflexible en su decisión.

Cerró la puerta con una expresión de disgusto, como si yo estuviera utilizando la comida como algún tipo de venganza o chantaje por lo ocurrido en el almuerzo.

-Mañana será otro día-, repetí para mi mismo, ajeno a la cantidad de horas que había pasado perdiendo el tiempo inducido por mi estado de ánimo. Sustituí la luz principal de mi habitación por la de la lámpara de mi mesita de noche. No estuvo mucho tiempo encendida ya que tan sólo me cambie la ropa de calle por un pijama y me dispuse a dormir.

En la profundidad de la noche, mientras descansaba, los sueños heroicos me arropaban con una apacible sensación de tranquilidad.

Observé mis manos. Guardadas entre guanteletes de acero de una brillante armadura. Ataviado en mi brazo izquierdo, un resplandeciente escudo, en mi cintura, una vaina grande que guardaba una espada de empuñadura plateada y otras tantas pequeñas que escondían cuchillos. Alcé mi cabeza y pude ver los rostros de los hombres, que esperaban expectantes las órdenes de su general. El aspecto de los soldados era extraño. Todos tenían cabezas antropomórficas que recordaban animales. A mi derecha un felino de piel predominantemente naranja ondeaba un estandarte de fondo azul, adornado con tres franjas de oro.

Me volteé un poco desorientado para comprobar mi trasero. Una cola similar a la de un perro gris se alzaba expectante, tomando cierta forma arqueada. Por un momento pensé que estaba sumergido en una película de Disney. Lo único diferente era el increíble realismo. Los animales parecían sacados de un documental, en lugar de estar representados con los clásicos trazos característicos de la animación.

Escuché atentamente las órdenes de mi comandante. Su melena al viento, acompañaba los movimientos de su capa. Ambas ondulaban por una ligera brisa, brindando cierto dramatismo y grandeza a su portentosa figura. De entre todas las criaturas que estábamos allí, el era el único león. Majestuoso, fuerte, inspirador. Con su mera presencia notaba una sensación cálida en el estómago. Montaba un caballo negro, protegido por una gruesa barda con los blasones distintivos de nuestro ejército. Sus palabras fueron breves, pero llegaban a los corazones de los guerreros. Parecían saber que participaban en una batalla perdida de antemano, mostrando cierto nerviosismo que se disipaba con cada frase de aliento del león.

A mitad del discurso, pude notar como el portaestandarte, un voluminoso tigre tambien protegido por una armagura brillante, apoyaba su garra sobre mi hombro derecho.

Veía al enemigo. Sus líneas eran muy numerosas. Giré mi cabeza para otear todo un horizonte plagado de criaturas viles e inmundas. Al final de sus filas, una sombra negra se removía siniestramente, a salvo tras una inumerable cantidad de guerreros. El león, hizo incapié en que éramos la última esperanza para nuestro pueblo. -Juntos somos una fortaleza, un bastión inexpugnable que derribará la tiranía- exclamó elevando nuestra ya pateada moral, mientras su cuerpo le traicionaba con cada gesto. Apretaba las riendas de su caballo con rabia, revelando a los ojos entrenados para leer entre líneas su total frustación, ante la impotencia de la masacre que se veía venir.

No nos mintió, hoy entregaríamos nuestras vidas en el campo de batalla, pero lo haríamos protegiendo a nuestras familias, nuestra tierra. Sin embargo, nuestras muertes no serían rápidas, cada uno de nosotros pelearía con la fuerza de cien hombres. Hoy asestaríamos un último golpe al imperio diabólico de Ogh-shoghun. Cada esbirro muerto, significaría un efectivo menos para buscar a nuestras familias. Un demonio menos para evitar que torturasen a nuestros hijos. nuestro objetivo no era la victoria, sino arremeter contra sus enviados. Que pagara un alto precio por su maldad y tardasen años hasta que pudiera reconstruir su imperio.

Hoy, el demonio se había dignado a mostrarse entre sus huestes. Quería ver el sufrimiento de la última esperanza de nuestro pueblo con sus propios ojos. Deseaba deleitarse con nuestras muertes, pero estabamos decididos a que su visión se nublase con la sangre de sus propios esbirros.

Mis compañeros alzaron su espada con euforia. Estaban dispuestos a cumplir su destino. Las herraduras del caballo de nuestro general dejaban surcos en el suelo, mientras se retiraba para luchar personalmente en la unidad montada. Los soldados cercanos se quedaron expectantes mirándome, mientras el resto de columnas avanzaban lentamente hasta que se topasen con el enemigo.

-¿No crees que deberíamos seguirles?- dijo el tigre fortachón, que bajaba el visor del casco de su armadura.

¿Estos hombres bestia estaban bajo mi mando? Me pregunté a mi mismo, sin encontrar otra palabra mejor para definirles. Era incapaz de comprender los acontecimientos, todo sucedía demasiado rápido para poder analizarlo en mi cabeza. Finalmente me decidí por una idea algo alocada, y di la orden de correr por delante del resto del ejercito. Mi compañía me siguió.

Cruzamos el campo de hierba que teníamos entre nosotros y sus formaciones. Podía notar como las plantas se metían entre los dedos desnudos de mis patas traseras. Aumentamos el ritmo de la carrera, poniendo distancia entre nuestros apoyos que avanzaban más cautelosamente por detrás. Mi cuerpo era ligero y rápido a pesar de estar completamente recubierto de pesado metal. La armadura no suponía ningún impedimento a la movilidad, ofreciendo protección tanto en pecho, cabeza y piernas, bien resguardadas bajo gruesas capas de acero.

El fiero impacto de una catapulta cayó por detras de mi escuadra. De habernos dado de lleno habría aniquilado a todos mis hombres.

-¡Dispersaos en grupos de tres!- grité con todas mis fuerzas abriendo la formación que ahora avanzaba muy adelantada, la primera entre todas las filas. La caballería esperaba en retaguardia. Se mantenía segura fuera del alcance de las peligrosas máquinas de asedio, posicionándose para apoyar allá donde fuera necesario.

Mi orden no parecía tener sentido entre las filas. Los veteranos sabían que podían ser superados fácilmente si no permanecían unidos. Las tropas del bando contrario reaccionarían formando pequeños grupos en los que podían rodear fácilmente a tres guerreros. Ante las continuas protestas me impuse, mientras los horribles luchadores enemigos se reestructuraban en grupos de a diez.

Corrimos como alma que lleva el diablo, esquivando los proyectiles de asedio y parando con los escudos ondanadas de flechas. Un dolor ardiente me recorrió el hombro mientras partía el proyectil que me lo había atravesado. Los combatientes frente a nosotros hacían su movimiento, iniciando una carga relativamente desesctructurada ante nuestras filas. Si no reaccionaba rápido, la marabunta monstruosa nos devoraría sin posibilidad de escapatoria.

-¡Ahora! ¡Reagrupaos alrededor del estandarte formando un círculo defensivo! -

Los chicos no tardaron en reacionar, volviendo a la férrea formación que tan acostumbrados estaban. Fuimos completamente rodeados y sufrimos muchas bajas. Demonios esqueléticos, sin apenas piel, caían ante nuestros pies pero su número era demasiado grande como para ser contenido. Paso a paso, nos adentramos entre las líneas, aunque mas bien nos engullían. Era un suicidio declarado, una operación estúpida por parte de un jefe de compañía que no sabía dirigir a sus tropas. En aquella estrategía dejaríamos nuestras vidas inútilmente, si no fuera por que ya había calculado cuidadosamente la maniobra.

Las escuadras a nuestros flancos permanecieron a salvo del bombardeo de los proyectiles, relativamente ocultas por nuestra frenética y alocada forma de acercarnos. Cuando hicieron contacto con el ejército contrario, su embate fue devastador. Los diablillos estaban desestructurados, de espaldas a la amenaza real que suponían dichas unidades. Nos rodearon sin pensar en las consecuencias y ahora pagarían por ello.

La escabechina que vino a continuación no tenía precedentes. Nos introdujimos como una punta de lanza, formando un triángulo de muerte. Acostumbrado a mi cuerpo pesado, me movia con una fiereza que aterraba tantos a aliados como a enemigos. Impulsados por mis continuos embates mi unidad avanzaba aunque a un gran coste. Estaba guiado por mis instintos, sumido en un trance que me impedía reconocer el hecho, de que nuestro número empezaba a escasear. Saltaba de un lugar a otro, llevando la calamidad de mi espada en amplios arcos que seccionaban a nuestros agresores, formando un pasillo por el que nos separábamos más y más de nuestros camaradas.

Cuando volví en mi mismo, estaba luchando contra las tropas de élite del enemigo. Posicionadas muy cerca de la retaguardia de sus filas. Mis muchachos sentían pavor ante tales abobinaciones, que tenían la estatura de una pequeña almena.

Salté una cola de piel sin pelo que hizo un barrido. Se llevó por delante a tres de los míos, aplastados en un amasijo metálico formado por sus propios huesos y armaduras. El tigre pudo agacharse justo a tiempo, rodando en el suelo y abandonando el orgulloso estandarte. Ante la pérdida, una oleada de furia invadió todo mi cuerpo, llenándome de auténtica sed de sangre.

Me escabullí entre sus ancas que recordaban a las de una rana, elevando mi espada mientras abria de par en par su voluminosa barriga. El olor era insoportable. El demonio gritó con todas sus fuerzas, posicionando su garra izquierda en la profunda herida para evitar ser eviscerado. Un icor negro y espeso se escurría entre sus anchos dedos. Arqueó su espalda, agachándose y aplastando con su otra desmesurada mano a varios desafortunados. Trepé por su ahora inmóvil y larga cola. El arma asesina que había causado la muerte de mis chicos ahora me servía de escalera para acceder a su nuca. Enterré mi acero muy profundo en su cabeza, poyando mi pie en la empuñadura cuando tan sólo quedaba un palmo. Puse toda la fuerza de mis piernas y brazos para cortar con un arco ascendente el gordo cuello lleno de pústulas. De la herida mortal brotaba aquel líquido negro, repleto de gusanos y corrupción.

El demonio dió un último espasmo de dolor, que me catapultó al suelo. Su voluminoso cuerpo ocasionó un estrepitoso temblor, que sacudió la tierra a nuestro alrededor. Tan sólo quedaban tres de mis hombres con vida, protegiéndo mi cuerpo aturdido por la aparatosa caída. La muerte de semejante coloso ocasionó pavor entre el resto de nuestros enemigos. Estos ahora se acercaban temerosos, asegurándose de guardar la distancia.

La garra de mi fiel portaestandarte tigre me tomó por la axila, ayudándome a recobrar el equilibrio.

-Alastra, chica, no sé si son mas demonios ellos o tú.- Me sorprendió que se refiriera a mí en femenino. Cuando fuí a abrir la boca para recriminarle haciendo alusión a mi masculinidad, los diablos se dispersaron. Una sombra que eclipsaba el sol, se movió hacia nosotros. Sus pasos retumbaban en nuestros oídos.

El felino me empujó y dió un gran salto para esquivar un golpe mortal. La garra titánica del mismísimo Ogh-shogun dejó un surco en el suelo. Tardé en comprender sus verdaderas intenciones, cuando la misma mano se arrastró hacia donde estaba, aprisionándome junto con bastante tierra. El monstruo me acercó hasta su cara.

Tenía grandes cuernos curvados y la piel peluda, de un tono castaño oscuro. Un hocico ancho con una nariz en foma de T, que recordaba a una mezcla entre un conejo y un león. De entre sus colmillos, surgía un humo negro con cierto olor a azufre. Una clara señal de que era capaz de exalar fuego proviniente del propio infierno. Desde la altura pude ver sus pies, garras de cuatro dedos que eran mas grandes que una casa. El diablo me examinaba clavándome sus ojos naranjas en mi alma, como si estuviese buscando algo.

A pesar del dolor que me provocaba el agarre, le corté justo en su ojo izquierdo. Posiblemente me había fracturado algunas costillas, pero sabía que no iba a morir. A fin de cuentas era tan sólo un sueño, aunque era raro que sintiera tanto dolor. El tirano chorreaba sangre roja por la cara y sacudió su mano violentamente. No cedió la presa que ejercía sobre mi ni un sólo milímetro. El escudo se me estaba clavando en la pelvis y con un gran grito dejé caer mi espada. Ésta cayó al suelo, retorciéndome a medida que torturaba mi lastimado cuerpo. Finalmente, mi vision se volvió completamente negra cuando sin pensárselo dos veces abrio su boca y me tragó, enviándome a las profundidades de su estómago.

Impresionado, abrí los ojos y volví a mi habitación. Estaba oscuro, y elevé mi mano para buscar el interruptor de la luz. Me recorría un escalofrío por todo el cuerpo, que notaba tremendamente pesado, casi incapaz de realizar tan mísero movimiento. A pesar de presionar varias veces el interruptor, la lámpara de mi mesita de noche no encendía. -Qué raro, parece que se ha fundido- pensé para mi mismo. Intenté levantarme de la cama para encender el interruptor principal, pero fue imposible. No podía moverme. En ese preciso momento, noté que no estaba sólo en la habitación.

Una figura negra, cobijada en la oscuridad visitaba el lado diestro de mi cama. Senti miedo, mucho miedo. Tenía una constante presión en mi pecho, como si mi cuerpo recordase el agarre de mi sueño. Me era imposible respirar, aunque en realidad lo hacía agitadamente. Mi mandíbula se movía sola con continuos tembleques. Intenté moverme bruscamente para huir de mi propia habitación, pero tenía mis extremidades entumecidas.

Sin mas opciones dirigí mis ojos hacia arriba. Pude contemplar como dos siniestras pupilas de color ámbar en el oscuro rostro del "visitante" me observaban. Aparté la mirada evitando el contacto directo, cerrando mis párpados y rezando mentalmente. Pedía ayuda a una fuerza mayor, Dios, para que este ser se marchase de mi cuarto, pero mis súplicas caían en saco roto.

La figura ni se inmutó, seguía ahí de pie, expectante y sin hacer nada. Podía notar su aliento gélido que recaía sobre mi vientre. A pesar de que no emitía ningún sonido, y que mis ojos estaban ciegos, notaba su propio peso justo a mi lado, su respiración, su fijación en mi. Su presencia era tan clara que incluso percibí el pausado movimiento de una de sus extremidades. Cuando pensé que me iba a tocar justo en la cara, un zumbido me despertó.

Volví a abrir los ojos y estaba en mi habitación. Reintenté encender la lamparita, esta vez con éxito. La tenue luz de mi teléfono móvil proyectaba una claridad que se reflejaba en el techo de mi habitación. Estaba muy desorientado, y tardé varios minutos en encontrar el valor necesario para levantarme de la cama. El móvil vibró un par de veces más, y volvió al estado de silencio que hasta la fecha pensaba era perpetuo. Aquello no tenía sentido, sabía perfectamente que se ropió por la mañana, .

Mis pies desnudos tocaron el frío suelo de losa de la habitación. Abandonaban el calorcito residual que las sábanas de mi cama guardaban, originado por el descanso de mi propio cuerpo. Me acerqué cautelosamente al aparato. La adrenalina y la tensión erizaban los pelos de mi piel. Cogí el telefono y pude ver que tenía dieciseis llamadas perdidas, todas de un número oculto.

El teléfono volvió a vibrar. Sobresaltado, éste se escurrió entre mis manos, recibiendo un ligero golpe al chocar contra el suelo. Preocupado por el precario estado del dispositivo, me agaché apresuradamente para recuperarlo, sin pensarlo, movido por el instinto de proteger una preciada pertenencia. Mis ojos se abrían de par en par con miedo y sorpresa, aún había pasado poco tiempo desde el extraño sueño.

Había un mensaje de texto en perfecto inglés. El texto era corto, enigmático y conciso:

"Tenemos que conocernos".

Una vez leído, el aparato perdió toda la energía, como si hubiera puesto su último aliento en realizar la tarea mas importante de toda su existencia.

No volví a dormir en toda la noche. Para relajarme volví a recurrir al espacio virtual, sentado en el abrazo cómodo del sillón de mi habitación. Internet ofrecía un sin fín de posibilidades, redes sociales, música, videos, e incluso porno. A las cinco de la mañana mis opciones de sociabilizar eran escasas, y mi mente estaba centrada en otros asuntos más cercanos.

Movido por una fuerza invisible y obsesiva comencé a rebuscar información sobre los terrores nocturnos. Desde tiempo inmemoriables el hombre había recibido visitas en su mayoría demoníacas mientras era mas vulnerable, profanando la calidad de su descanso. Súcubos, íncubos, e incluso vampiros eran todas las referencias que tenía sobre mis dudas.

Sumergiéndome más en la red, pude encontrar una explicación científica a este fenómeno. Se trataba de un desorden en el hígado, común en niños e infrecuente en adultos. Era bastante raro, que las personas con cierta edad sufrieran continuamente este tipo trastornos.

La explicación me tranquilizó. Por lo menos tenía una respuesta dentro del margen de la lógica para el extraño visitante, fruto de mi propia imaginación. Respecto al teléfono llegue a la conclusión de que también podía ser por casualidad. Al fin y al cabo estaba roto, podía ser que se hubiera encendido y algún extranjero despistado hubiera confundido mi número con otro. como estudiante de física conocía el principio de la Navaja de Ockham. La explicación más simple, era con casi toda probabilidad la correcta.

Me levanté del sofá y puse a recargar el móvil. En cuanto enchufé el liviano cable que suministraba la energía a la batería, presioné el botón de encendido. La pantalla de inicio me dió la bienvenida como era costumbre, reafirmando mis conjeturas. Había algo de positivo entre todo aquello, al menos no había perdido el móvil.

Retomé mi postura enfrente de la pantalla del ordenador. ¿Ya eran las siete y media? Me quedaban escasos minutos para retomar mis clases, así que tendría que preparame, volver a la continuidad del día a día. La tranquilidad de lo cotidiano, lo conocido, volvía a ser mi mundo.